domingo, 31 de julio de 2011

REPORTERO DEL ABSURDO: ¡CAMARADAS!

I.K, reportero de la historia, retransmitiendo desde el Kremlin:
-Y con un “¡Viva el Partido!” el camarada Iosiv Stalin ha dado por terminado su discurso. La ovación, como era de esperar, es unánime y entusiasta. Todo el mundo, incluidos los bedeles, da muestras de su fidelidad al líder con apasionados vítores. El fervor aumenta mientras la manecilla del reloj que preside la sala marca inexorable los minutos. El calor empieza a hacerse notar y el cuello de la camisa se hace cada vez más pequeño. El reloj marca la hora y las piernas empiezan a temblar. Pero nadie se atreve a dejar de aplaudir. Por mucho menos se han llevado a otros con los pies por delante. Stalin hace ya rato que se ha ido, pero nadie quiere ser el primero. Quizá algún camarada del Partido lo pueda interpretar como un desafío a la autoridad o una muestra de disconformidad hacia el líder. Así que los asistentes, bañados ya en su propio sudor, se miran inquietos unos a otros, sin saber bien quién vigila y quién es vigilado. El reloj marca otra hora. Un coronel, con el pecho lleno de medallas, pierde el sentido y cae al suelo con todo su peso. Los que están a su lado, otros coroneles y generales condecorados todos ellos, se temen lo peor. Pero como nadie hace nada intuyen la oportunidad y se dejan también caer al suelo simulando un fortuito desmayo. Como efecto dominó cae la primera fila al completo, luego la siguiente y así hasta que queda un solo hombre en pie, uno al final de la sala, con su impecable uniforme de la limpieza al que un compañero le ha cambiado el turno por encontrase indispuesto. Al ver que ya no queda nadie en pie en la sala deja tímidamente de aplaudir, no sin antes mirar a un lado y a otro reiteradas veces para asegurase que nadie le ve. Pero antes que pueda al coger el cepillo, bum, recibe un disparo en la cabeza manchando toda la pared con su sangre. Los demás asistentes empiezan a levantarse, abriendo un ojo primero y el otro después, y empiezan a abandonar la sala charlando entre ellos sobre lo honorable y acertado del discurso. Mientras, otro bedel, aparentemente con el rostro sereno, limpia la sangre dando gracias hacia sus adentros por que esa sangre no es la suya.

Jaume Carreras

jueves, 28 de julio de 2011

EL POETA Y LA NADA





En el sepulcro de Ibn Hazam hay escrito Poeta al lado de su nombre.
 
            Ya de muy joven creyó ser objeto de una revelación divina cuando, mientras contemplaba pasivo la vida desde su ventana, sin más entretenimiento que pensarse a sí mismo como un ser que mira por la ventana, algo agitó sus oídos. El viento había arrancado de los labios de un anciano vate, ciego por circunstancias, unas palabras que llegaron hasta él iluminando su mente como un soplo de Dios. No fueron las palabras lo que él escuchó, pues estaban recitadas en un dialecto persa, antiguo seguramente, que él no comprendía. Fue su sonido. Cada palabra estaba formada por una suma de sonidos, que al unirse a los que le precedían, iban transformando la nada en una armonía infinita. En ese preciso momento supo que Dios tenía planes para él.

Ibn Hazam se sentó junto a la ventana a balbucear las primeras silabas de lo que debía llegar a ser una auténtica casida. Pretendía coger la nada que le envolvía y transformarla en versos, como había hecho aquel poeta ciego. Pero la nada no se doblegaba ante él. Cada sonido que intentaba arrancarle al vacío era como un cabezazo que se daba contra un muro, dejando su cerebro más aturdido cuanto más insistía. Pero Ibn Hazam no se rendía.  Si algo le caracterizaba era, sin duda, su obstinación. Así que fue a ver a su amigo sabio, que vivía en el extremo opuesto de la ciudad. Lo encontró, como siempre, absorto en sus meditaciones.
Sabio, he venido a que me des consejo –dijo Ibn Hazam tímidamente procurando no molestarle.
Habla dijo secamente el sabio sin mirar a Ibn Hazam, que se había quedado en el umbral confundiéndose con la sombra de la puerta.
Ibn Hazam le contó al sabio la revelación que había tenido al escuchar al ciego poeta.
Dios me ha dicho que debo ser poeta. Pero no soy capaz de sacarle una sola palabra a la nada terminó Ibn Hazam.
¡Ah, la nada, poderoso abismo donde se forjaron la luz y las tinieblas! Muchos poetas se lanzaron a su magnético vacío en busca de la inspiración creadora, pero muy pocos consiguieron regresar. El mundo que habitas, todo lo que hay sobre la tierra, está alumbrado por las luces del conocimiento. Aquí te sientes seguro porque los caminos están indicados. Pero la nada, ah, la nada es otra cosa. Es la oscuridad absoluta. Tan absoluta que engulle hasta las palabras. Si el todo está hecho de lo que es, la nada está hecha de lo que aún no es, y por tanto es mucho más infinita. Y es muy fácil perderse en sus laberintos.
Pero dices que algunos regresaron.
Sí, pero tuvieron que pagar por ello.
¿Y cuál es el pago?
Tú mismo viste al ciego vate desde tu ventana.
Sí, lo vi.
Sus ojos no le dejaban ver y por ello se los arrancó.
¿Dices que sus ojos no le dejaban ver? ¿Cómo es posible eso?
La apariencia de las cosas, la forma en las que se presentan al mundo, no le dejaba comprender la cosa en sí, su esencia. La imagen no le dejaba ver la verdad. Y la verdad es la simiente de la poesía. 
¿Dices entonces que me quedaré ciego?
No. Cada poeta debe liberarse de aquello que obstruye su alma, de aquello que lo tiene preso en la tierra de los lugares comunes. Muchos tuvieron que entregar la cordura, y algunos incluso la vida.
Si eso es lo que hay que hacer para ser poeta, lo haré.
Entonces vete a las montañas, lejos del ruido humano. No lleves comida ni abrigo y espera. Escucha al río, al viento y a la tormenta. Si eres digno, la nada te encontrará.
Así lo haré.
      —Una cosa más: cuando llegues a las montañas escribe tu nombre en una piedra. Solo de esta forma, si la nada te lleva consigo, podrás algún día regresar.
Ibn Hazam salió como perro hambriento hacia las montañas, con las palabras del sabio retumbando en su cráneo. Llegó al punto más alejado que le permitieron sus piernas y, tal como le había dicho el sabio, escribió su nombre en una piedra y se sentó a esperar. Al principio su cuerpo se revelaba azotando sus sentidos, ora por hambre ora por frío, provocándole un dolor insoportable. Hasta que la mente dejó de hablarle. Por un tiempo el río fue su memoria, pues solo en él podía reconocerse aún como hombre al ver reflejada su imagen en el fondo. Hasta que dejó de reconocerse. Su contorno se estaba difuminando, como una acuarela bajo la lluvia. ¿Sería eso la nada? Entonces empezó a sentirse ligero, tanto que el viento lo movía a su antojo de aquí para allá, como mueve las hojas caídas de los árboles. Las raíces ya no le sujetaban a la tierra. Entonces estalló la tormenta que con su persistente lluvia borró las huellas que le indicaban el camino de regreso a casa. Y se hizo el silencio.
Pasó largo tiempo mientras el sabio se preguntaba qué habría sido de Ibn Hazam, pues desde que este emprendió su camino hacia las montañas no había tenido noticias de él. Hasta que una anciana mujer entró en su humilde morada. Su casa era frecuentada por todos aquellos que tenían preguntas y no hallaban sus respuestas, pues su sabiduría, decían, era infinita.  La mujer sostenía en sus brazos un manto en el que llevaba algo envuelto. Al acercarse, el sabio pudo contemplar la cara de un recién nacido.
        —Lo he encontrado en las montañas, a punto de morir –dijo la mujer-. Estaba agazapado a una piedra que tenía un nombre escrito.
         —¿Y qué es lo que tenía escrito? –preguntó el sabio.
        “Ibn Hazam”.
El sabio dibujó una sonrisa con sus labios, y continuó con unas palabras:
          ¡Ibn Hazam poeta! Solo el recién nacido es verdadero poeta, porque solo él dialoga con la nada, con lo que aún no es, y lo transforma en lo que es al nombrar las cosas por primera vez, renovando así para quien las escucha la esperanza y la fe en las palabras que un día perdieron su sentido.


Jaume Carreras